
Como recordaréis, la narración se quedó el viernes pasado en
el momento en que fui capturado por los ratones de biblioteca del Castillo de
If. Yo llevaba la cabeza tapada pero noté el momento en que cruzamos las
puertas del castillo por los gritos ensordecedores y las ovaciones de los
ratones que lo poblaban. A pesar de los dolorosos moretones que me habían
causado las porras de goma de mis capturadores, una ancha sonrisa gatuna cruzó
mi cara bajo la capucha negra: tal y como había prometido al abad de los monjes
escritores, entraba en el Castillo de If entre vítores y aclamaciones y por la
puerta principal. Es verdad que también iba maniatado, dolorido y con la cabeza
tapada, pero yo nunca dije que sería sencillo y agradable.
Lo primero que hicieron fue llevarme ante su rey: el temible
Renardo el Ratón Rampante. Me metieron a empujones en el salón del trono, me
golpearon con las porras de goma hasta que caí de rodillas y solo entonces me
quitaron la capucha de la cabeza. Estaba en una gran sala iluminada por
antorchas y llena de ratones de todas clases que dejaron escapar una
exclamación de asombro al ver mi cara, mi mirada verde y mi sonrisa desdeñosa y
llena de colmillos. Había ratones en cada sitio disponible alrededor de la sala
dándose empujones para poder verme; incluso había algunos que habían trepado a
las columnas para ver mejor. En un extremo de la sala, sentado en su trono y
rodeado de ratones guardianes de aspecto terrible estaba Renardo. Era un ratón
viejo y enorme; con el pelo gris, las orejas mordisqueadas en mil batallas y
una gran corona de hierro sobre la cabeza. Tenía una mirada inteligente y cruel
y una voz profunda. Vaya vaya vaya -dijo- conque este es Leonardo, el famoso
ladrón de libros; mis fieles súbditos Lenguanegra y Dienteduro me han hablado
mucho de ti. Y dime, gato ladrón -continuó- ¿Qué buscabas en el Castillo de If?
Me levanté con cierta dificultad, lo que hizo que los ratones retrocedieran un
paso entre un murmullo asustado y miré directamente al rey. Me traen dos
asuntos al Castillo de If -respondí-, el primero es comprobar por mí mismo si
el rey Renardo es tan feo como cuentan por ahí; he descubierto que las malas
lenguas se equivocan: es todavía más feo. Más feo incluso que Dienteduro que ya
es decir. En cuanto al segundo asunto -continué- he venido a recuperar los
libros robados en el monasterio de los monjes escritores; dámelos por las
buenas y me marcharé en paz, pero te advierto que si me veo obligado a cogerlos
por la fuerza, y no dudes que lo haré, lo lamentarás toda tu vida. A medida que
yo hablaba Renardo se fue enfadando más y más: sus dientes rechinaban, sus ojos
se ponían cada vez más rojos y poco faltaba para que echara vapor por las
orejas. ¡¡MALDITO GATO INSOLENTE!! -estalló por fin- ¡¡A LAS MAZMORRAS!!
¡¡ENCERRADLO EN LA MAZMORRA MÁS PROFUNDA Y MÁS HÚMEDA DEL CASTILLO!! ¡A LAS
MAZMORRAS! -gritaba el rey- ¡A las mazmorras! -gritaban los ratones de la
corte- Y a las mazmorras me llevaron. De un empujón (me estaba empezando a
cansar de tantos empujones) me lanzaron dentro de una habitación estrecha y
húmeda con sólidas paredes de piedra. La única cama parecía ser un montón de
paja medio podrida y la única ventana era una pequeña abertura llena de
barrotes por la que entraba una luz mortecina. No me importaron las incomodidades,
tampoco pensaba quedarme mucho tiempo allí. Lo que me interesaba era la puerta,
que estaba fabricada con barrotes de hierro y era tan sólida y tenía tantas
cerraduras como yo había imaginado. Ese día no pensaba hacer nada para no
despertar demasiadas sospechas, además al ser el primer día de mi cautiverio,
el ratón gordo y malencarado que hacía de carcelero estaría más alerta; así que
me tumbé en el rincón donde la paja parecía estar menos sucia, me estiré como
solo los gatos sabemos hacerlo y me dediqué a descansar y a pensar en mis
planes.
Os preguntaréis cómo es posible que estuviera yo tan
tranquilo estando como estaba encerrado en una mazmorra y rodeado de enemigos.
Bueno... no en vano soy un el ladrón de libros más habilidoso de las cuatro cuadernas,
los cinco continentes y los siete reinos. Había venido preparado. Como
recordaréis de la primera parte de esta historia, durante mi último día en el
monasterio de los monjes escritores había estado consultando un libro y un
plano. El plano del castillo lo había dibujado el Abate Faria, un antiguo
prisionero, así que yo a estas alturas conocía el castillo como la palma de mi
mano y podía moverme por él con toda facilidad incluso en lo más oscuro de la
noche. En cuanto al libro, era una de las obras de Harry Houdini, el mago
escapista más grande de todos los tiempos. Houdini era capaz de escapar de
cualquier sitio; incluso estando encadenado no había puerta ni candado que lo
pudiera detener. En ese libro, Houdini explicaba cómo fabricar la llave maestra
definitiva, una llave casi mágica capaz de abrir cualquier cerradura por
complicada que sea. Esa era la llave que tenía yo escondida en una pequeña
bolsita camuflada entre el pelo de una de mis patas. Así que conocía el lugar y
podía moverme libremente: que se fueran preparando los ratones.
En lo más profundo de la segunda noche llegó el momento de
actuar. Amontoné un poco la paja de la cama y la tapé con una manta andrajosa
que había en la celda de tal manera que a cualquiera que hubiera pasado por el
pasillo con una vela encendida le habría parecido ver un gato dormido sobre la
paja. Acto seguido probé la llave que había fabricado siguiendo las
indicaciones de Houdini. Si no funcionaba estaba perdido. La puerta tenía tres
cerraduras. Las dos primeras se abrieron con facilidad pero la tercera se resistía; la llave
estaba atascada y se negaba a girar. Menudo problema. Respiré hondo, cambié la
posición de la llave en la cerradura y, esta vez sí, giró con facilidad. Era
libre y todo iba sobre ruedas. No podía coger los libros robados y escaparme
sin más; los libros estaban demasiado vigilados y el castillo lleno de ratones
alerta que no me dejarían escapar con facilidad, así que mi primera labor era
deshacerme los únicos capaces de estropear mis planes, que no eran otros que
mis mortales enemigos. Lenguanegra y Dienteduro, sobre todo Lenguanegra, eran
aparte del rey los ratones más inteligentes del castillo, así que tenía que
sacarlos de la circulación lo antes posible. La única debilidad conocida de Renardo
el Ratón Rampante eran las cerezas; le encantaban, se las hacía traer
directamente desde Japón y no dejaba que nadie más en el castillo las comiera.
No podía acercarme a los libros pero las cocinas del castillo eran otra cosa; a
esas horas de la noche estaban vacías y oscuras excepto por un pequeño fuego
que ardía en un rincón. Pronto encontré la fresquera, que es una habitación
especial llena de hielo donde antiguamente se guardaban los alimentos, y en la
fresquera había una gran caja llena de cerezas rojas y maduras. Tiré casi todas
las cerezas por una ventana que daba al mar pero guardé unos cuantos huesos y
unos cuantos rabitos y con ellos me dirigí a la habitación de Lenguanegra y
Dienteduro. Abrí la puerta con mucho cuidado y allí estaban mis enemigos,
roncando y bufando; entré silencioso como una sombra y dejé un pequeño
montoncito de huesos y rabitos de cereza debajo de cada cama. Hecho esto volví
a mi celda. Apenas podía aguantarme la risa.
Por la mañana temprano me sacaron de mi celda y me llevaron
al salón del trono. El rey estaba fuera de sí. ¡¡TÚ, MALDITO GATO!! -gritó-
¡¡TÚ TE HAS COMIDO MIS CEREZAS!! Con todos los respetos, majestad -respondí-
¿usted me ha mirado bien? ¿para qué querría yo ninguna cereza? ¿acaso parezco
un mirlo? Si al menos hubieran sido sardinas... Además, estoy encerrado en una
celda cuya puerta de hierro tiene tres cerraduras ¿Cómo iba a escapar? Me temo
que tiene usted ladrones de cerezas en su castillo, majestad. El rey se quedó
pensativo y al final tomó una decisión: Que nadie se mueva de aquí -ordenó-
mientras el capitán de la guardia registra el castillo en busca de las cerezas.
Al rato volvió el capitán con cara de preocupación, dejó caer un montoncito de
huesos y rabitos de cereza delante del rey y le dijo algo al oído.
¡Lenguanegra, Dienteduro! ¿Cómo os habéis atrevido? ¿Nosotros? ¡¡Nosotros no
hemos sido!! -dijeron al unísono-. ¿Cómo explicáis entonces los restos de
cerezas que había bajo vuestras camas? ¡Leonardo! -gritó Lenguanegra-, ¡Seguro
que ha sido Leonardo!. Claro que sí, -dijo el rey- seguro que ha sido el gato,
desde su celda; como si no me hubiera dado cuenta cómo me miráis cuando me como
mis cerezas. ¡A la mazmorra con ellos! ¡Y el gato también!
Y allá que nos llevaron, de vuelta a la mazmorra. Con Lenguanegra
y Dienteduro prisioneros yo pude continuar con mis planes. La noche siguiente
volví a escapar de mi celda, entré furtivamente en la habitación del jefe de la
guardia y robé su porra de goma con mango de plata. Dejé la porra en la
habitación del chambelán a quien robé una túnica de seda que dejé en la
habitación del cocinero jefe a quien robé un tenedor de oro que dejé en la
habitación del jefe de la guardia. Al día siguiente el jefe de la guardia
acusaba al cocinero jefe (pues había reconocido el tenedor) de robarle la
porra, el cocinero jefe acusaba al chambelán de robarle el tenedor y el
chambelán acusaba al capitán de la guardia de robarle su túnica de seda.
Durante las siguientes noches seguí robando cosas y cambiándolas de sitio para
que los ratones se acusaran de robo entre ellos. Poco a poco la situación se
fue haciendo más difícil y las discusiones más frecuentes. Había peleas por
todo el castillo y el rey no daba a basto mandando ratones y más ratones a las
mazmorras. Al final estalló una pelea monumental; tan grande era que los gritos
y los golpes llegaban hasta donde yo estaba. Había llegado mi momento. Usé mi
llave una vez más, abrí la puerta y abandoné las mazmorras no sin antes saludar
a Lenguanegra y Dienteduro que estaban encerrados cerca de allí. Sus gritos y
sus maldiciones me acompañaron mientras subía las escaleras que llevaban al
patio del castillo. Aquello parecía un campo de batalla: había peleas y ratones
inconscientes por todos los rincones. Con cuidado y sin dejarme ver demasiado
me dirigí a la biblioteca del castillo que ya no estaba vigilada: los guardias
parecían haberse golpeado entre ellos hasta caer inconscientes. Y allí, entre
libros rotos a medio roer, estaban los libros robados; así que los cogí y
decidido a no perder más tiempo me dirigí a la puerta... pero había un
problema. En la puerta de la biblioteca, bloqueando la salida, estaba Renardo
el Ratón Rampante. Y estaba muy, muy, pero que muy cabreado. ¡TÚ, maldito gato!
¡Mi castillo está patas arriba y mis ratones parecen haberse vuelto locos, pero
estás muy equivocado si crees que vas a conseguir burlarme! Y dicho esto se
abalanzó sobre mí con las fauces abiertas. Tampoco hay que ponerse así,
majestad -dije mientras saltaba a un lado para esquivar su embestida-, al fin y
al cabo te avisé, te dije que si no me dabas los libros por las buenas te
arrepentirías. Pero él no atendía a razones. Y se movía muy rápido para ser un
ratón tan voluminoso. Con un rugido volvió a saltar sobre mí, y esta vez
consiguió pegarme un mordisco en una pata. ¡Pero bueno! -me dije- ¡Esto sí que
es el colmo! Que yo tenga que aguantar este comportamiento de un ratón
cabreado. Así que cuando volvió a atacarme saqué mis garras, esperé con
tranquilidad, y cuando llegó el momento preciso ¡¡ZAS!! le crucé la cara de un
zarpazo dejándole cuatro líneas ensangrentadas en el hocico. Renardo quedó
dolorido y desconcertado, no estaba acostumbrado a que nadie se defendiera de
esa manera. Yo aproveché su perplejidad, llegué a la salida de un salto, me
despedí con una reverencia florida y usando mi llave especial cerré la puerta
dejando a Renardo dentro. Él gritaba, maldecía y golpeaba la puerta pero allí
se quedó. Yo me dirigí a la salida del castillo y casi nadie me molestó. Las
peleas se iban terminando por falta de contendientes: la mayor parte de los
ratones estaban heridos o inconscientes; solamente un pequeño ratón que no
parecía estar peleando con nadie reparó en mí. ¡Guardias! ¡El gato se escapa!
-gritó- ¡Alarma! ¡Alar... PLOF! Lo dejé fuera de combate de un golpe con el
libro robado, que no sé si será mágico pero sí sé que tiene más de dos mil
páginas y pesa casi cinco kilos.
Y así termina esta aventura. Regresé al monasterio y devolví
el libro robado a los monjes escritores. Todavía me quedé con ellos durante un
tiempo, y aprendí muchas cosas y corrí un par de aventuras, entre ellas la
aventura de la imprenta fantasma. Pero esa es otra historia y deberá ser
contada en otra ocasión.
Hola Leonardo, som els xiquets de la classe de 1r A del col·legi Jorge Juan de Novelda.
ResponderEliminarEn la classe hi ha 4 llibres per a tú (però després ens els tornes, eh?).
Per cert, tens els llibre d'Esther que es titula "Els animals de la primavera"?
Un beset i una abraçada de part de tots!
leonardo soi esther mi libro es la primavera i els animals me vach equivocar esta mañana val
ResponderEliminareste mati
ResponderEliminarleonardo els teus ulls son igualest quels la meua gateta
ResponderEliminarleonardo els teus ulls son iguals quels la meua gateta
ResponderEliminarleonardo me e quibocat esque antes no se evit i lo eposat dues begades
ResponderEliminarHola Leonardo, soc Adrián del col.legi Jorge Juan de Novelda
ResponderEliminarM'agradaria saber si tens el meu llibre. Un salut i un beset.
leonardo com poses els llibres adeu
ResponderEliminarhola leonardo magradaria saber si tens el meu llibre,soc nerea cañadas i el meu llibre sanomena alicia i pais de les maravelles.adeu un beset i una abraçada.
ResponderEliminarleonardo per que no contestes adeu
ResponderEliminarleonardo de que color erres el cos adeu
ResponderEliminarere del cos
ResponderEliminarde qui color eres
ResponderEliminarleonardo no passa res no mires molt si no lo encontres no passa res val adeu
ResponderEliminarleonardo Leonardo i una gateta que se diu es meu soc esther
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