Seguro que todos habéis oído hablar de la sombra oscura que se desliza en la noche, de la zarpa suave que no hace ruido, del azote y terror de los ratones de biblioteca... ¿ah no?... bueno... vaya, pues entonces me presentaré:
Mi nombre es Leonardo y soy un gato de biblioteca. Vivo en una biblioteca secreta, escondida en lo alto de la más alta torre de un castillo construido en lo alto de una alta montaña. Algunas noches, me gusta merodear por el mundo en busca de libros nuevos y hace unos años, durante una de mis aventuras nocturnas llamó mi atención un precioso libro que había escrito una niña; sin embargo, antes de que pudiera terminar de leerlo mis mortales enemigos los ratones de biblioteca mordisquearon, royeron y rumiaron el pobre libro hasta destruirlo completamente. Desde entonces, moviéndome en lo profundo de la noche, robo los libros que escriben los niños y los pongo a salvo en esta página de internet para que Lenguanegra y Dienteduro, los terribles ratones que destruyeron el libro de aquella niña no puedan ni tocarlos. Luego, cuando los libros están a salvo, se los devuelvo a sus propietarios de la misma forma furtiva y secreta en que los robé; si acaso, de vez en cuando acompaño el libro devuelto con alguna nota de agradecimiento.
Soy el ladrón más habilidoso de las cuatro cuadernas, los cinco continentes y los siete reinos y he regresado. He descubierto un nuevo filón de libros en un cole de Novelda y a partir de ahora tendréis noticias mías. Soy la sombra oscura que se desliza en la noche, soy la zarpa suave que no hace ruido, soy el azote y terror de los ratones de biblioteca. Soy Leonardo, el Ladrón de Libros.
Mi regreso sin embargo no ha sido fácil, ya que durante los últimos meses he estado prisionero en las profundas mazmorras del Castillo de If, la guarida infecta del terrible Renardo, el Ratón Rampante, el rey de los ratones de biblioteca. Pero dejad que comience a contar mi historia por el principio.
Todo empezó durante una visita a Parnasia, el país donde viven los monjes escritores que conocen el secreto de las letras cambiantes. Estos monjes, son capaces de escribir libros enteros que ocupan una sola página. Tú lees la página y cuando terminas, las letras cambian y se transforman en la página siguiente y así una y otra vez hasta que terminas de leer el libro. Con esta técnica secreta se puede hacer que libros gordísimos quepan en una simple hoja de papel.
El monasterio de los monjes escritores se encuentra en un precioso valle rodeado de árboles frutales y perfumados huertos. Los caminos que lo rodean siempre están llenos de gente bulliciosa que va a consultar la maravillosa biblioteca del monasterio o a aprender la sabiduría de los monjes. El día de mi llegada sin embargo, el monasterio estaba sumido en una nube de oscuridad y tristeza; sus puertas, hasta entonces siempre abiertas se encontraban cerradas a cal y canto. Algo terrible debía haber ocurrido. Llamé y llamé golpeando las puertas cerradas pero nadie abría. Estaba a punto de marcharme desilusionado cuando se abrió una pequeña mirilla. ¿Quién eres y qué quieres? preguntó una voz malhumorada. Soy Leonardo, el gato de biblioteca (la de ladrón de libros es mi identidad secreta), respondí, y vengo a visitar el monasterio. Aunque me esté mal el decirlo, soy bastante conocido entre los bibliotecarios de los mundos imaginarios, así que cuando me di a conocer, no solo me dejaron pasar sino que me invitaron a un delicioso vaso de leche con galletas y más tarde me llevaron ante el abad.
El abad, que es el jefe supremo de los monjes era un anciano de cabeza calva, piel arrugada , grandes cejas y larga barba blanca. Era un hombre muy anciano pero la tristeza y las preocupaciones hacían que pareciera más viejo todavía. No tardó demasiado en explicarme a qué se debía la nube de tristeza que pesaba sobre el monasterio: el mayor de sus tesoros, el último libro mágico, aquél en cuyas páginas se escondía el secreto de las letras cambiantes había sido robado y todavía no sabían cómo podía haber sido. Desde mi
aventura del ordenador desaparecido y el lago del lodo azul, mi fama como detective se había extendido por los reinos imaginarios, así que aprovechando que estaba allí, el abad me pidió ayuda para resolver el misterio y a ser posible recuperar el libro que era el corazón del monasterio.
Lo primero que hice, emulando a mi detective favorito Sherlock Holmes, fue inspeccionar la sala donde había estado el libro robado, como si dijéramos la escena del crimen. Era una pequeña habitación con gruesas paredes construidas con piedra hechizada y la única entrada era una gruesa puerta de hierro con siete cerrojos y cinco candados; la puerta sin embargo no había sido forzada así que busqué otras entradas. Las paredes estaban cubiertas de estanterías donde, junto con el libro mágico se guardaban los libros más valiosos del monasterio y fijándome detenidamente me di cuenta gracias a unas marcas en el suelo que una de ellas había sido movida recientemente. Esto, me dije, es una pista. Con ayuda de unos monjes pude retirar la estantería y ¡oh sorpresa! detrás había un gran agujero roído en la misma roca y que se perdía en la oscuridad. Con tantos libros valiosos, pensé, y después de todo el trabajo de agujerear la roca mágica, me extrañaría que los ladrones no volvieran para conseguir más botín; así que esa noche decidí esconderme en la penumbra, en lo alto de uno de los estantes llenos de libros y hacer guardia por si los ladrones regresaban. Las horas se hacían interminables y cansado como estaba por tantas emociones, a pesar de mis hábitos nocturnos pronto empezaron a pesarme los ojos. Me pesaban y me pesaban, mi cabeza se caía y entonces despertaba parpadeando; así una y otra vez hasta que me venció el sueño. Me despertó el ruido suave de la estantería al moverse y unas voces desagradables que susurraban. Los gatos vemos bien en la oscuridad, así que cuando los ladrones entraron no me costó nada reconocerlos: ¡Lenguanegra y Dienteduro! Mis odiados enemigos eran los ladrones que habían robado el libro mágico de los monjes escritores. Debí de haberlo sospechado: solo Dienteduro habría sido capaz abrir a mordiscos un túnel en la durísima roca hechizada de las paredes y mover la pesada estantería, y solo a Lenguanegra se le podía haber ocurrido un plan tan maquiavélico. Reprimiendo a duras penas mis instintos felinos que me gritaban ¡Salta! ¡Ataca a esos malvados ratones! me quedé inmóvil y silencioso rechinando los dientes y con mis garras clavadas en la madera. Si los cogía ahora, y vaya si podía hacerlo, tal vez nunca sabría dónde habían escondido el libro mágico que se perdería para siempre, así que decidí esperar y seguirlos cuando se fueran. Después de mucho discutir eligieron un pequeño libro azul encuadernado en cuero y Dienteduro le pegó un mordisco. Al verlo, lenguanegra le dio a Dienteduro una tremenda colleja: ¡Los libros de esta habitación no se comen, idiota! ¡Órdenes del Rey! Dienteduro protestó malhumorado pero obedeció, y entre discusiones y gruñidos se marcharon llevándose el libro azul sin olvidar, eso sí, volver a poner la estantería en su sitio. Con eso no había contado, ahora no podía seguirlos ya que yo solo no podía mover la pesada estantería y si avisaba a los monjes para que me ayudaran perdería un tiempo precioso. No puedo mover la estantería, me dije, pero sí puedo mover los libros uno por uno, así que con mucho cuidado retiré los libros del estante de abajo, arranqué con cuidado un par de tablas del fondo y ¡eureka! ahí estaba el agujero. Silencioso como una sombra me colé por él en persecución de mis enemigos. Fue una persecución larga y peligrosa y a pesar de mis movimientos suaves como la brisa, muchas veces temí haber sido descubierto; Lenguanegra y Dienteduro no son rivales a los que se pueda tomar a la ligera, sin embargo siguieron caminando despreocupados, gruñendo y rezongando sin detectar mi presencia. Casi había amanecido cuando aparecieron a lo lejos los torreones negros del Castillo de If: habíamos llegado a nuestro destino, ya sabía dónde se ocultaba el libro mágico así que volví al monasterio.
Malas noticias, dijo el abad, el Castillo de If es inexpugnable: está construido en un acantilado sobre un mar siempre embravecido, sus muros son altos y están bien vigilados y no existen pasadizos ni desagües conocidos que permitan una entrada más secreta. Además el rey de los ratones que vive en el castillo es tan listo como malvado y no permitirá que ningún gato entre en la fortaleza. Me temo, reflexionó, que el libro mágico se ha perdido para siempre. Yo había meditado sobre el problema durante el camino de vuelta, así que le dije al abad: yo entraré en el castillo y recuperaré el libro. ¿Saltarás acaso los altos muros? preguntó. No pienso hacer tal cosa, respondí yo. Entonces te propones excavar un túnel y entrar por el subsuelo, afirmó perplejo. No tengo previsto desgastarme las uñas rascando el suelo, dije entre risas. ¿Nadarás acaso en el mar embravecido arriesgándote a que el oleaje te estrelle contra el acantilado? se sorprendió. Soy un gato, y los gatos no somos buenos nadadores, buen abad; entraré en el Castillo de If por la puerta, a la vista de todos y si no me equivoco me vitorearán mientras lo hago. El abad, por supuesto no me creyó, pero como era un hombre prudente se abstuvo de hacer ningún comentario. Yo por mi parte dediqué el día a prepararme consultando ciertos libros en la biblioteca del monasterio y a estudiar los planos del Castillo de If que el amable monje archivero me ayudó a localizar. Cuando cayó la noche decidí esperar el regreso de los ladrones subido a un árbol junto al camino. No tardaron en aparecer llevando otro libro robado (que también había sido mordido por el inconsciente de Dienteduro). Al igual que había hecho la noche anterior los seguí como una sombra hasta que al amanecer se volvieron a divisar las almenas negras del Castillo de If. Fue en ese momento cuando me volví más descuidado: me movía con menos soltura, de vez en cuando pisaba alguna ramita que hacía un ruido ominoso al romperse. Mis enemigos parecían no darse cuenta de nada, sin embargo cuando ya estábamos muy cerca de las puertas del castillo pasó lo que tenía que pasar: diez enormes ratones, del tamaño de conejos grandes y armados con porras de goma, saltaron sobre mí inmovilizándome; no tardaron en tenerme atado y con un saco negro puesto en la cabeza. Las risas y los comentarios desagradables de Lenguanegra y Dienteduro resonaban en la mañana: ¡Maldito gato torpe! ¿Pensabas que no nos habíamos dado cuenta de que nos seguías? ¿Pretendías colarte en nuestro castillo sin que te viéramos? ¡Pobre idiota!
Había caído prisionero de los terribles ratones de biblioteca.
Y esto es todo por hoy. La historia es un poco larga para contarla de una vez, así que si os parece bien la continuaremos el viernes próximo. Durante la semana también subiré los primeros libros robados. Hasta entonces portaos bien y que las letras y los libros os acompañen.